9/10/12

El escritor



Él estaba sentado, recostado contra un árbol, sintió una brisa en el rostro y decidió besarla.
Ella, tan delicada y suave como siempre, tomó su cuello, respondió al beso con un leve mordisco y una sonrisa.

Estaba a punto de atardecer, el parque estaba vacío, excepto por un joven jugando frisbee con su perro, y ellos.
Había hojas tiradas por todas partes, no se podía dar un paso sin romper alguna. A él le gustaba recoger las que veía enteras, cuando eran de buen tamaño. Tenía en casa mínimo una hoja de cada otoño que había vivido.
El viento sopló, ella sintió frío y se lo comentó. Él la abrazó, pero ella, de la forma más amable que encontró, le comentó que no bastaba. Que quería regresar a casa. El se negó, y pensó en lo cómico de que la situación se resolviera con tan solo haber traído su saco.
Ella se levanto abruptamente, se agachó de nuevo para darle una cachetada y, gritando, le ordenó que se levantara y la acompañara a casa, que por una vez la dejara ser protagonista de la historia, que la dejara tomar decisiones.


Él, tranquilo y elocuente, respondió: “No te pongas altanera, recuerda que desapareces con solo pasar el borrador, mi amor”.

Se levantó, guardo el cuaderno y su bolígrafo.
Caminó solo a casa, con una sonrisa en el rostro por haber avanzado en su obra, como todas las tardes.

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