Llegamos a nuestras ceremonias agitados y con emoción: sabemos que los dioses nos esperan. Vamos entrando poco a poco. A medida que Pedro lo dispone, abre la cadena y nos deja pasar. Cuando cruzamos el sagrado arco dejamos atrás el mundo material de las preocupaciones y las inhibiciones, y entramos a un lugar dispuesto sólo para nosotros. Un lugar de luces divinas y música angelical, que nos determina en un estado psicológico más puro que cualquier otro. Los dioses mandan a sus sirvientes que nos traigan el agua bendita y nosotros, obedientes, la ingerimos sin aspavientos.
Les rezamos a nuestros ídolos en bacanales y danzas. Todos juntos, pegados hombro con hombro, como hermanos, alcanzamos el éxtasis y nos elevamos a un mundo mejor. Subimos a nuestros profetas en altares y bailamos en torno suyo.
Estas misas nuestras son un proceso de purificación. Ingerimos lo que los dioses disponen y limpiamos nuestras almas. Dejamos de ser nosotros y nos convertimos, por un momento, en seres todopoderosos. Así lo quieren los dioses. Ahí somos capaces de cualquier hazaña y de cualquier acción. No tenemos límites, los dioses nos los han quitado. Nos sentamos en tronos de terciopelo, a veces unos sobre otros. Vamos dándonos cuenta del profundo lazo que nos une. A cada paso se incrementa el amor que sentimos los unos por los otros, hasta que el afecto y el cariño se vuelven incontrolables. Cada noche encontramos alguien con quien realizar la sagrada tarea de perpetuar a la especie y darles más adoradores a los altísimos.
Salimos de nuestros templos zigzagueando, rezando plegarias en dialectos extraños y bautizando el suelo con el brebaje que nos brota de la boca. Caminamos por calles empinadas y empedradas como si fuéramos sus dueños. Como si con cada paso conquistáramos el suelo que pisamos. Los grandes han dispuesto que seamos reyes de la tierra. Si alguien se opone a su mandato es enemigo, y debe ser destruido. No podemos permitir que ocurra en la tierra la impiedad. Por eso, a la menor provocación, maldecimos con injurias y aniquilamos con los nudillos, huesos sagrados, a quien no siga las leyes divinas.
Volvemos a nuestros hogares y tomamos nuestros lechos, sintiendo cómo la pureza sale de nuestros cuerpos. Al día siguiente despertamos hechos cenizas con la memoria de ceremonia de la noche anterior y con la conciencia de que los dioses ya no están con nosotros.
Somos la juventud salvaje y hambrienta de ebriedad.
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